Mi amigo Javier tiene una posición política clara y estructurada. Como todas las posturas existentes en el espectro de ideologías políticas, respetable cuando coherente. Él se define como un hombre de izquierdas. Nos une una amistad de casi treinta años, lo suficientemente fuerte como para resistir las discrepancias políticas entre nosotros.
Sin embargo, mi amigo Javier ha adquirido la mala costumbre de llamarme “Facho”.No lo hace con mala intención, sino por inconsciente. Él, al igual que muchas personas de izquierda de mi generación, usan ese término para referirse a las personas que son de derecha. Desconocen que le están quitando el peso histórico a aquel término, cuyo verdadero significado no debe ser borrado de nuestra memoria. Caso contrario estaremos acelerando nuestra caída precipitada a la lamentable repetición de la historia.
A diferencia de mi amigo Javier, yo no fui educado en colegio religioso. Estudié en un colegio donde muchos de mis profesores nacieron entre las ruinas que dejó la segunda guerra mundial. Algunos de mis compañeros de estudio también llevaban consigo trágicas anécdotas de la guerra. El abuelo materno de Ilse no pudo salir del sótano de su casa por dos años. No era judío. No recuerdo el motivo por el cual lo perseguían los nazis. A lo mejor era masón o comunista. Hace tiempos que no he hablado con ella, como para refrescar aquellos detalles.
No sé si Peter siga vivo. Era mi profesor particular de alemán. Vino a Ecuador por el colegio, pero decidió hacer el resto de su vida en Guayaquil. Una vez él se percató que vi el águila nazi tatuada en la parte interior de su muñeca. Usualmente, dicho tatuaje estaba cubierto con una pulsera de metal gruesa. A la clase siguiente, Peter me mostró una foto vieja. Era una casa tirolesa, de ella colgaban dos estandartes con esvásticas. Entre ellas, apenas se apreciaba a un niño junto a un perro San Bernardo. Peter me explicó que ese niño era él, que de niño fue obligado por sus padres a ser parte de las juventudes nazis. También le tocó convertirse en soldado a la edad de 13, cuando la caída del Reich ya era inevitable.
Calificar a alguien de “facho” o fascista es una desproporción grotesca; tanto para el calificador, como para el calificado. La politiquería esnobista de mi generación está banalizando este término. Se puso de moda usar de meme esa escena de “Argentina 1985”; donde los personajes buscan ayuda entre sus amigos para enjuiciar a la cúpula militar de la dictadura, y descubren que muchos de ellos están vinculados con los militares. Luego de cada nombre descartado, los personajes botan el calificativo “facho”. Queda claro que en ese contexto la palabra sí es usada con su verdadero peso y magnitud.
Acá se usa la palabra “facho” como una contraparte a “Progre”. Pero dicha contraparte no se vincula con los crímenes de Pol Pot, o con los asesinados en los Gulags de Stalin.
Ser fascista significa apoyar una política que atenta contra la propia humanidad; es estar a favor de un sistema que considera a los Derechos Universales de la Humanidad como algo selectivo; que unos pueden tener, y otros no. Ser fascista es ser segregador, asesino, inhumano. Ser calificado así no debería ser un juego en la mentalidad de nadie; es una ofensa. Una discrepancia política no es motivo para calificar a alguien así. Si yo fuera a la casa de alguien a decirle “violador”, definitivamente debería tener evidencias contundentes para hacerlo. Y sin pruebas, el dueño de casa tendría toda la razón de expulsarme.
Vale la pena entonces, escribir para recordar la magnitud del fascismo, en aras de no dejar desaparecer su dantesco significado, en actos banales de intolerancia light. Nadie debe llamar a nadie así; es un calificativoque debe desaparecer de la cotidianidad yreservarse a los juicios de quienes atentan con la naturaleza humana.